La 4T, siete años después: entre la plaza llena y la deuda social pendiente

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Por Jaume Osante Turón.

 

La celebración del séptimo aniversario de la llamada Cuarta Transformación, con la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo recorriendo un Zócalo colmado y reclamando la continuidad del proyecto, no puede ni debe leerse como una sola historia. Fue un acto de fuerza política —con asistencia masiva reportada por medios nacionales— que buscó fijar una verdad oficial: la 4T habría pasado “de un gobierno de unos pocos a una verdadera democracia”. Pero entre el brillo del escenario y el coro de consignas hay fisuras persistentes que la retórica oficial pretende ocultar.

 

Si la transformación se mide por la recuperación de la dignidad colectiva, habría que preguntarse por las cifras y los territorios donde la dignidad fue más golpeada que restaurada. México sigue enfrentando una crisis de derechos humanos profunda y estructural: impunidad, desapariciones masivas y violencia generalizada que no desaparecen porque se pronuncie un discurso solemne en la Plaza de la Constitución. Organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional han documentado las fallas del sistema de justicia, las ejecuciones extrajudiciales atribuidas a agentes estatales y la escala de las desapariciones, problemas que atraviesan la administración y que no se borran con un mitin. Estas realidades exigen respuestas concretas, no solo gestos simbólicos.

 

La legitimidad que pretende otorgar una gran movilización contrasta con el malestar social que emergió de las calles apenas semanas antes: las protestas de la llamada “Generación Z”, las manifestaciones ciudadanas por la inseguridad tras el asesinato del alcalde de Uruapan y los episodios de represión y enfrentamiento con fuerzas policiales. No se trata de equiparar violencia con reclamo; se trata de entender por qué jóvenes y ciudadanos salen masivamente a la calle y, en muchos casos, se sienten obligados a romper cercos para ser vistos y escuchados. Ignorar esas causas es apuntalar la narrativa del ruido —y atribuir la movilización a intereses ajenos— en lugar de atender las demandas legítimas de justicia y seguridad.

 

En el terreno económico la administración exhibe logros parciales que la propaganda transforma en consigna. Sí, hubo aumentos al salario mínimo en los últimos años y el gobierno proclama logros en inversión; pero esos incrementos no han sido uniformes ni suficientes para desarticular la precariedad estructural que afecta a millones en estados como Oaxaca, Chiapas y muchas zonas rurales del país. A la vez, medidas recientes —como la promoción de leyes y políticas que sectores rurales critican por su impacto en el uso del agua— han acelerado movilizaciones de campesinos que llegaron a bloquear accesos al Congreso para exigir que sus medios de vida no queden subordinados a decisiones centralizadas sin diálogo real. La voz de estos pueblos, de sus organizaciones y de sus líderes locales merece más que una nota de prensa.

 

También hay tensiones en el frente de derechos: organizaciones como el Centro Prodh han señalado retrocesos en iniciativas penales que podrían legitimar pruebas obtenidas bajo tortura o limitar salvaguardias procesales; es decir, medidas que, bajo la bandera de la seguridad, pueden erosionar garantías fundamentales. Las críticas técnicas y las alertas de las organizaciones de la sociedad civil deben leerse como contrapesos imprescindibles, no como ruido que la administración pueda descalificar a conveniencia.

 

En suma, la foto del Zócalo lleno es apenas un fotograma de una película mucho más compleja. Un proyecto de transformación que aspira a justicia social no puede permitirse el lujo de desplazar, silenciar o minimizar a quienes levantan la voz por la igualdad, la verdad y la memoria. Tampoco cabe que la respuesta sea únicamente la puesta en escena de adhesiones masivas: la consistencia política se construye con instituciones que funcionen, con políticas públicas evaluables, con atención seria a las víctimas y con diálogo genuino con comunidades marginadas y organizaciones sociales.

 

Si la 4T quiere conservar su nombre como sinónimo de cambio real, debe demostrarlo con medidas verificables: esclarecer las desapariciones, sanear el sistema de procuración de justicia, atender las demandas rurales sobre agua y territorio con diálogo real y revisar propuestas legislativas que vulneren derechos. La política no es solo espectáculo; es tejido cotidiano de certezas mínimas que sostengan la vida de la gente.

 

El Zócalo habló el 6 de diciembre; las calles, las comunidades y las comisiones de derechos humanos siguen hablando los demás días del año. Atenderlas es, en la práctica, cuidar la democracia. Porque sin justicia social, la plaza vacía o llena solo es un adorno.

 

Porque callar también es decidir… ahí se los dejo, para pensarlo con calma o con coraje.

 

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