Torre Cantú: Cuando la violencia rompió la democracia en Tamaulipas

Por: Jaume Osante.
La mañana del 28 de junio de 2010, un hecho trascendental y trágico sacudió a Tamaulipas y al país: el asesinato de Rodolfo Torre Cantú, candidato del PRI a la gubernatura. Un crimen despiadado —planificado como una emboscada en plena luz del día, con armas de alto calibre y un comando que soltó más de ochenta disparos en apenas minutos— marcó un antes y un después en la vida política mexicana .
Torre Cantú era, en ese momento, un líder cercano. Médico de formación, sensible, fuerte promotor de justicia social y con una trayectoria de servicio público que lo vinculaba con los sectores más vulnerables de Tamaulipas. Su asesinato, acompañado del de su jefe de campaña y escoltas, no solo quitó una vida prometedora, también arrebató un símbolo de esperanza y catapultó un fantasma de impunidad que hoy continúa siendo una sombra sin resolverse.
El operador más interesado en silenciarlo habría sido el Cártel del Golfo: investigaciones de la PGR y de la DEA atribuyen el crimen a Eduardo “El Coss” Costilla Sánchez tras negarse Torre Cantú a “proteger actividades ilícitas”, como el lavado de dinero . Incluso Heriberto “El Lazca”, líder de Los Zetas, habría colaborado en la decisión, según versiones oficiales. Lo perturbador no es solo el nivel de ejecución criminal (uso hasta de vehículos artillados y vestimenta de militares), sino la capacidad del crimen de infiltrarse en lo político sin levantar muros.
Ese lunes de 2010, el convoy fue emboscado sobre la carretera Victoria–Soto la Marina, en el kilómetro 6.5 o 9 según diversas versiones, a las 10 de la mañana. Ocho vehículos y al menos dieciséis sicarios actuaron con precisión militar, bloqueando el paso y atacando con una lluvia de balas que duró menos de 2 minutos. Las cámaras cercanas registraron solo movimientos previos; del acto criminal se observan solo los cuerpos y la devastación. Esa frialdad operativa nos recuerda que la violencia no fue espontánea. Estuvo organizada, profesionalizada, apuntó a objetivos políticos y tuvo como fin demostrar que el poder criminal no solo se siente amenazado, sino también retado.
La reacción inmediata fue de horror e indignación: la sociedad misma se preguntó “si mataron al que iba a ser gobernador, ¿qué nos podemos esperar nosotros?”. La clase política, severamente sacudida, logró imponer que su hermano Egidio Torre representara al PRI y ganara la elección con más de 60% de los votos . Fue una respuesta política a lo que podía haber significado un triunfo post mortem del crimen; una especie de acto de fuerza institucional para desalentar más ataques. Pero sin justicia, esas decisiones legales y electorales terminaron pareciendo parches.
Y la justicia, hasta ahora, no ha conseguido llegar al fondo. Durante 15 años ninguna persona ha sido sentenciada por este asesinato. Siete fiscales, cuatro sexenios, múltiples investigaciones, incontables carpetas, pero ninguna resolución contundente. La PGR/SEIDO abrió la carpeta 229/2012; presuntos responsables fueron nombrados en Washington y filtrados por medios, pero sin consignaciones ni veredictos. Incluso se mencionó a Tomás Yarrington, exgobernador y posteriormente extraditado, de colaborar con el crimen organizado e influir en la eliminación del candidato.
Este vacío investigativo fomenta una salida repetida: el olvido disfrazado de resignación. Pero la memoria no es un bálsamo automático. Y mientras no haya una verdad inobjetable, validada en juicio, y sanciones a los responsables, la democracia en México seguirá golpeada. En Tamaulipas, este crimen reveló sin tapujos que apuntar a lo políticamente fuerte es legítimo para los cárteles; que el mensaje no solo va contra una persona, sino contra las instituciones y la esperanza ciudadana.
La familia Torre ha respondido con dignidad. Su hija Paulina, entonces adolescente, hoy es abogada, escritora y coach de vida; dejó salir su dolor en el libro Sí a vivir, y mostró que el duelo se transita, no se ignora . Su perdón público — sensato, humano, alejado de sentimentalismos vacíos— es una muestra de resistencia social, pero también una exigencia ética: no se puede condenar el crimen sin hablar de impunidad.
Desde esa postura, mi crítica es clara: no basta tener memorias presidenciales o censos policiacos; necesitamos acciones concretas: recursos judiciales renovados, mandos limpios, coordinación federal sin disimulos, protección real a candidatos en zonas de riesgo, y sobre todo, voluntad política para romper redes de poder criminal infiltradas en el Estado. No se trata solo de justicia, sino de confianza: sin ella, no hay elección que sea legítima.
Mi opinión social es que este caso debiera servir de conciencia colectiva. La violencia política no es una nota, es un síntoma. Parte de una estrategia sistemática para moldear resultados electorales, silenciar voces incomodas, y mantener regiones secuestradas por intereses no ciudadanos. La ciudadanía merece políticos con dignidad, sí, pero sobre todo merece políticos que gobiernen sin amenazas, sin silencio forzado y sin indiferencia organizada.
Al cumplirse 15 años sin respuestas contundentes, es momento de encender la alerta. No podemos permitir más fraudes de justicia, ni más adaptaciones narco-políticas. Hay que exigir que el caso Torre Cantú se convierta en precedente, en señal de que en México no se oscila ante el miedo, ni se negocia con quienes matan por poder. Los ojos internacionales, las familias, las comunidades y la decencia ciudadana no lo permitirán.
Finalmente, el caso Torre Cantú es una lección. Si la democracia mexicana quiere ser algo más que votos bien contados, debe garantizar la seguridad democrática de sus actores. Y eso implica justicia y verdad: sin ellas, cualquier triunfo electoral está contaminado. Así que, más que recordar un crimen, recordemos una deuda: con Rodolfo, con su familia, con cada ciudadano que vio cómo la violencia se atrevió a pisar la urnas, y exigió cambiar las reglas.